No le cuentes a nadie nada de lo que ha pasado hoy
No le contaré a nadie que hoy fui a misa. Alrededor de las seis y media de la tarde empezaron a retumbar las campanas por todo el pueblo. Voces desconocidas llenaban la plaza y yo acababa de sacar el libro del bolso para empezar a leerlo. Lo dejé rápidamente y me até los cordones de las zapatillas, bajé las escaleras, con la duda sobre los hombros, pero con la certeza haciéndose hueco entre las piernas. Quisiera encontrar otro espacio para habitar la duda que no sean los hombros. Los hombros vienen ya demasiado cargados y desgastados por la culpa.
La duda comenzó a recorrer las pequeñas partes de mi cuerpo, posicionándose ante una puerta que creí cerrada, pero estaba abierta. ¿A qué hora es la misa? A las siete. Eran las seis y treinta y ocho minutos y no sabía qué hacer con tanto tiempo en un espacio tan grande y silencioso. A veces, los minutos restantes a un encuentro son la ventana hacia el abismo. Subí a casa y continué con el libro, controlando los minutos del reloj con el rabillo del ojo.
Los conflictos familiares son como unas vacaciones en Yucatán, leo en la primera frase del nuevo capítulo. A menos diez, hora prudente, comienzo de nuevo el ritual y bajo, por segunda vez, las escaleras. Entro en la iglesia del pueblo en el que vivo hace casi dos años y que nunca me había atrevido a visitar. Los niños y niñas se preparan para su primera comunión y veo en sus rostros, a esa niña de flequillo recto y mofletes colorados, inquieta e insegura, sosteniendo una llama que jugaba a encender y apagar con el mechero de Autoepsilon de su padre. Observo los cuadros, las velas, las flores y también al cristo crucificado. Me fijo, por supuesto, en todas esas personas que no me conocen, pero con las que he decidido desvirgarme espiritualmente. No saben los motivos por los que estoy aquí. Yo tampoco. Seguramente, en un futuro, Dios me perdonará por las injuriosas palabras. En otra carta, le diré que solo es literatura. Que mi experiencia también es literatura.
Comienza la palabra- sermón y mencionan el nombre que más me ha hecho llorar estos días. El sacerdote pregunta a los niños y niñas por el papa y responden al unísono: ¡Francisco! Para ellos todavía no ha muerto. Para mí tampoco. Continúa el discurso y yo sigo llorando, preguntándome en silencio qué hago ahí porque:
Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.
¿A qué palabra me enfrento? ¿Cuál es la palabra a la que tanto temo? Me duele el repiqueteo, el rechinar histriónico de entre los dientes que sostienen con duda y firmeza esas dos únicas letras. Me niego a pronunciar su nombre en vano. Me cierro mentalmente, pero se ve que no es suficiente. A Francisco lo llamaron, no lo empujaron y, desde el apagón, la señal de mi móvil es insuficiente, por lo tanto, no puedo recibir llamadas.
El pastor, las ovejas, el llanto sordo, el dolor de garganta, la paz sostenida en una mirada, el cuerpo de Cristo y Amén. Subo a casa. La respuesta la quiero ya y ChatGPT me anima a escribir esta carta. ChatGPT me anima a consagrarme y lanzarme al vacío de la escritura, algo que temo tanto o más que a la palabra: fe.
La última frase del libro que dejé a las seis y cincuenta y dos minutos de la tarde dice así: no le cuentes a nadie nada de lo que ha pasado hoy.
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