El día que la ayahuasca me reconcilió con mi madre
Procesos creativos, preguntas sin respuesta, plantas curativas y proyectos lentos
Estoy escribiendo una novela. ¡Sorpresa! Sí, soy otra de esas poetas que, cansada de la precariedad que ofrece este oficio tan de tinieblas de ir conjuntando la mirada y el verbo, se ha lanzado a poner en palabras todo el torbellino familiar que le atormenta desde niña. Soy consciente de que novelas hay muchas, escritoras hay muchas y relatos sobre infancias angustiadas, violencia y ausencia de cariño también hay demasiadas. Pero, es lo que me ha tocado vivir, por lo tanto, también escribir.
La idea, el click, el chispazo, nació en un curso con Sabina Urraca. El curso se llamaba ‘Los trapos sucios’ y pensé que era la ocasión perfecta para abrir el cajón de la mesilla de noche y desempolvar recuerdos, palabras, bofetadas y alguna que otra foto. En aquel momento, tenía un objetivo muy claro: vengarme. Utilizar la escritura como un ajuste de cuentas entre el malo malísimo de mi historia y yo. Sin embargo, la idea se fue diluyendo en el tiempo, perdí la motivación y las ganas. Y, además, mi reloj interno me ofrecía una negativa respecto a mi idea inicial. No estaba dispuesta a dedicarle más tiempo y, por tanto, más espacio en el documento de Drive o en las notas del móvil a la persona que me jodió la existencia desde que nací hasta pasados los veinte años. Mientras tanto, seguía escribiendo poemas sobre casas, perras, madres ausentes, dolor y silencio.
El verano del 2022 viajé a Perú. Estuve alrededor de un mes en ese país que me cambió tanto a nivel interno y espiritual. Tenía 28 años, había terminado el primer año del máster, estaba en una relación abocada al fracaso y la palabra identidad y arraigo se estaban apoderando de mi escritura. Presenté mi libro ‘Las manos’ en Lima y Moyobamba. Jamás me había sentido tan querida y tan arropada que en estas tierras y con esta gente. Me sentía como una estrella de rock europea con miedo a los aviones que, es al cruzar el charco, cuando descubre su verdadero talento. Siempre dicen que una no es profeta en su tierra y, allí, lejos de todo lo que creía mío (nada o casi nada), me sentí, por primera vez, valorada como artista y escritora.


En medio del oleaje de besos, abrazos, aplausos, firmas y fotos con personas desconocidas, decidí darle otro sentido al viaje. Dar un paso más a lo que me había llevado allí (todavía no sabía muy bien qué estaba haciendo tan lejos de mi casa). Y, en medio de la selva amazónica, bajo una luna casi llena, decidí someterme a una sesión de ayahuasca. Es la primera vez que escribo de esto. Es la primera vez que hago público lo que viví yo aquella noche. Tuve que prepararme unos días antes para recibir a la planta: encuentros con los chamanes y curanderos, ayunos, dieta blanda, nada de sexo y nada de alcohol y, sobre todo, mucha aceptación y humildad. ¿Qué quería descubrir de mí misma? ¿Qué estaba dispuesta a sanar? ¿La planta me mostraría el camino o, por el contrario, no sería capaz de interpretar ningún mensaje? Tenía miedo. Años después lo reconozco. Sin embargo, mi intuición me decía que nada malo podía pasarme y que iba a estar muy bien cuidada (y protegida).
Nada más tomar la ayahuasca, empezaron los mareos, por lo que decidí, apoyar mi espalda contra la pared y abrazar mi cuerpo. No veía nada. Solo oscuridad. Mis ojos eran incapaces de observar o, tal y como me dijeron después, mis ojos no estaban preparados para hacerlo. Sin embargo, el oído fue el sentido más avispado. Escuché puertas abrirse y cerrarse, perros ladrando, lobos aullando, rugidos de motos a mi espalda y pisadas de hombres que se sentaban a mi lado. No sé cuánto duró la sesión, pero la primera parte se me hizo eterna. Comencé a llorar. Un llanto desgarrado nacido en la boca del estómago. Un llanto sordo. Un llanto sin quejido. Un llanto imperceptible para quien estuviera a mi lado. Y cuando creía que no podía soportar más el dolor de esas lágrimas incapaces de buscar su lugar fuera de mi cuerpo, los cuencos comenzaron a sonar y los cantos abrazaron mi dolor. Escuché a mi abuela y también a un coro de niñas en frente de mí que cantaban. Yo, seguía llorando. Quería buscar a esas niñas, pero, sobre todo, quería estar con mi abuela. En el silencio de esa noche, con voz firme, escuché: respira, tranquila. Y, fue en ese momento cuando dije: nada malo puede pasarme.
La última parte de la sesión fue la más dura y reparadora. Continué llorando, pero esta vez, las lágrimas pudieron encontrar la salida. Escuché a mi madre roncar a mi lado y en mi silencio, en mi subconsciente, le llamaba: mamá, mamá, mamá. Un rato después, tal vez una hora o tal vez diez minutos, me soplaron en la cabeza y salí de la ensoñación. Pasé toda la noche con mucho dolor de estómago y vomitando una bilis negra que no sabía de dónde venía. A la mañana siguiente, mareada y con más preguntas que respuestas, me acerqué a Jesús, una de las curanderas y le dije: no sé qué quiere decir nada de lo que he sentido. Jesús me sonrió y con la dulzura que le caracteriza me dijo: niña, tienes mucho dolor ahí dentro que no has sanado. Mucha culpa. Mucha vergüenza. Mucha carga que has soportado y que no te pertenece. Y yo le volví a preguntar: Ya, pero, ¿por qué no ha aparecido mi padre? ¿Por qué he escuchado a mi madre? Y me respondió: Ahí tienes la respuesta. Tienes que sanar la relación con tu madre. Tu padre ya te hizo daño, no esperes más de él. Habla con ella. Poco después, le mandé un Whatsapp a mi madre y le conté lo que había pasado y, entre tanto párrafo, le lancé una pregunta: Mamá, tú, por casualidad, ¿hoy has soñado conmigo? Sí, respondió, soñé que volvías con las maletas y te abrazaba.

Y dirás, ¿por qué cuentas todo esto ahora? Muy sencillo. Pues, porque desde ese momento, he tratado de reparar la herida materna. Independizarme, salir de casa, sentarme con ella, tomarme un café o un chocolate con churros, perdonarla, empatizar con su historia y también salvarla para salvarme con ella. Y, porque, años después, tres para ser exactos, estoy siguiendo el camino que la planta ya me abrió. A día de hoy, y, tras muchas cuestiones y dolores de cabeza, he decidido que la novela cuyo protagonista principal era mi padre vuelva al cajón para convertirse en una historia de luz, perdón y misericordia.

